Workshop Simulator VR: el juego donde lijar madera me hizo llorar de risa

Workshop Simulator VR con las PlayStation VR2 es como meterte en el garaje de tu abuelo, pero con superpoderes. Es una fantasía carpintera donde el serrín no te da alergia, las herramientas no se pierden, y tú eres el dios absoluto del bricolaje. Y sí, es divertido. Divertidísimo. Te lo cuento como si estuviéramos montando una estantería mientras escuchamos música de los 2000 y tú me dices que el martillo tiene “alma”.

Arrancas el juego y lo primero que ves es tu taller. No uno genérico, no uno de catálogo. Uno que parece sacado de una peli indie donde el protagonista arregla cosas para no arreglarse a sí mismo. Hay bancos de trabajo, cajas de herramientas, madera por todas partes, y ese olor virtual a nostalgia que te hace pensar: “Aquí se viene a sanar”. Y tú, con las PSVR2 puestas, te conviertes en el artesano definitivo. Tus manos virtuales agarran destornilladores, lijadoras, sierras, y tú te sientes como si fueras el Bob el Constructor del metaverso.

La precisión de las gafas es tan buena que puedes lijar una tabla con movimientos suaves y sentir que estás acariciando el alma de un roble. Y cuando cortas algo mal, el juego no te castiga, te mira como diciendo “¿seguro que querías hacer eso?”. Es como tener un maestro zen que te deja equivocarte con estilo. Y tú, claro, te vienes arriba. Empiezas haciendo una caja y acabas intentando construir una silla que parece diseñada por Dalí en una rave.

Y hay momentos gloriosos. Uno de ellos: estás montando una mesita, todo va bien, tornillos en su sitio, madera alineada, y de repente te das cuenta de que has puesto una pata al revés. Pero no te das cuenta porque el juego te lo dice. Te das cuenta porque la mesa empieza a bailar. Literalmente. Se tambalea como si estuviera en una fiesta. Y tú, con las gafas puestas, te agachas, la miras, y dices “esto tiene personalidad”. En vez de arreglarla, decides dejarla así. Porque en Workshop Simulator VR, el error también es arte.

La narrativa es suave, como una brisa de verano. Hay recuerdos, hay momentos de conexión con el pasado, y todo está envuelto en una atmósfera de “esto lo hacía mi abuelo”. Pero no se pone cursi. Te deja sentir. Te deja recordar. Y mientras lijas una vieja caja de herramientas, te vienen flashes de infancia, de tardes en el garaje, de ese momento en el que descubriste que arreglar cosas también arregla el alma.

Y lo mejor: no hay presión. No hay enemigos. No hay tiempo límite. Solo tú, tus manos, y el taller. Puedes pasar media hora afinando una tabla, o cinco minutos montando una estantería que parece un monumento al caos. El juego no te juzga. Te acompaña. Te dice: “Haz lo que quieras, pero hazlo con cariño”.

Las PSVR2 aquí es como tener superpoderes. Puedes girar piezas, acercarte, inspeccionar, y todo se siente natural. No hay movimientos raros ni controles que te saquen de la experiencia. Es como si el juego te dijera: “Tú eres el artesano, yo solo soy el entorno”. Y eso, en un medio tan obsesionado con la acción, es un regalo.

¿Es divertido? Es un festival. Es el tipo de juego que te apetece comentar en redes con una imagen de una silla mal hecha y un texto tipo “Mi silla tiene tres patas y una crisis existencial, pero la hice yo”. Es relajante, es terapéutico, y tiene ese toque de humor involuntario que lo hace especial. Porque sí, Sergio, este juego tiene alma. Aunque esté escondida entre tornillos, tablas mal cortadas y lijadoras que suenan como gatitos enfadados.


Aquí os dejamos el tráiler de lanzamiento: