Dungeon crawl con hambre de derrota: Halls of Torment no perdona
Halls of Torment es ese vicio malicioso que mezcla el frenesí de los "survivor" con el sabor oscuro y gótico de los dungeon crawlers clásicos, y en PS5 la cosa se siente pulida y eléctricamente satisfactoria: cargas rápidas, estabilidad sólida y una respuesta en controlador que hace que cada dash, cada golpe y cada esquiva se sientan como un gesto preciso en vez de una lotería. El juego te planta en mazmorras llenas de hordas, objetos raros y encuentros que escalan de “esto va a estar bien” a “arde todo” en cuestión de minutos, y su propuesta central —sobrevivir oleadas mientras mejoras entre partidas— está ejecutada con una elegancia sucia que engancha desde la primera corrida.
La mecánica base es directa pero con mucho morder: eliges personaje, entras en una sala/bioma generado proceduralmente, recoges experiencia matando enemigos para subir de nivel, eliges entre varias mejoras aleatorias y repites hasta que la pantalla se te llena de proyectiles, esqueletos, bombas o lo que toque. A diferencia de algunos clones del género, aquí la atención al combate es importante: no es solo posicionamiento pasivo, tienes inputs que importan; atacar, bloquear o usar habilidades al momento correcto marca la diferencia entre un run glorioso y volver a la pantalla de título mientras maldices a la RNG. El árbol de mejoras y las sinergias entre armas y accesorios son el verdadero chicle estratégico: puedes combinar proyectiles con efectos de área, convertirte en imán de enemigos con determinadas runas o montar builds centradas en auto hervor, carga explosiva o control de masas. Esa variedad se siente cada vez que pasas de "voy a probar esto" a "oye, esto funciona brutalmente bien".
En cuanto a personajes, Halls of Torment ofrece un surtido que, sin volverse rocambolesco, cubre estilos distintos y permite personalizar tu manera de jugar. Tienes desde el típico bárbaro a lo bruto que va directo al meollo, hasta magos que requieren posicionamiento y timing para sacarle todo el jugo. Cada personaje tiene habilidades únicas y opciones de progresión que te empujan a experimentar: un personaje puede ser un caos de daño puro mientras otro se especializa en trampas, invocaciones o supervivencia pura. Esa diferenciación no solo es estética, también cambia por completo el ritmo de las partidas; intentar un run tanque cuando vas acostumbrado a un build de proyectiles es una experiencia nueva y a veces dolorosa, y eso es bueno porque obliga a pensar.
El mundo es una mezcla adictiva de estética Diablo-retro y pasillos de terror con luces de antorcha; la dirección de arte apuesta por paletas sombrías, texturas austeras y diseños de enemigos que equilibran lo grotesco con lo reconocible. Las salas están plagadas de detalles utilitarios: zonas con trampas, atajos que descubrir, cofres que pueden darte una bendición o una maldición según la suerte, y jefes que rompen el ritmo con mecánicas propias y fases que obligan a replantear la estrategia. La generación procedural mantiene frescura en cada recorrido pero también respeta ganchos narrativos y elementos fijos para evitar que todo se sienta aleatorio: hay biomas con identidad —ruinas infestadas, galerías infernales, cámaras heladas— y cada uno trae su propio set de enemigos y tretas.
Hablando de enemigos, la variedad es uno de los puntos fuertes: hordas de esbirros que se acumulan y obligan a limpiar de manera eficiente; unidades especiales que te bloquean habilidades o invocan más enemigos; minibosses que se sienten como problemas de ajedrez y jefes de verdad con patrones memorables que se disfrutan tanto en la primera derrota como cuando por fin los derrotas con build optimizado. La curva de dificultad está bien calibrada: al principio castiga con contundencia pero el meta-progreso (los desbloqueos permanentes entre runs) te da herramientas para aguantar más y abrir rutas de selección en partidas siguientes.
El sistema de loot y progresión meta merece su propio elogio: hay recompensas inmediatas en cada run, pero también un árbol de persistencia donde desbloqueas mejoras, personajes y objetos que se desbloquean para futuras partidas. Eso convierte cada muerte en aprendizaje y empuja a repetir sin que la sensación sea de castigo gratuito. Además, las sinergias entre objetos temporales de run y mejoras permanentes son lo que realmente eleva la rejugabilidad: a veces un ítem raro cae y los planetas se alinean, permitiéndote un run que te hace saltar del sofá de la emoción.
En PS5 la experiencia técnica suma mucho: tiempos de carga casi inexistentes, frame rate estable y vibraciones y gatillos que, sin ser el foco, aportan esa sensación táctil en combates intensos. La cámara y el HUD están bien planteados para que en el fragor no pierdas información crítica; hay momentos en que la pantalla se llena de partículas y efectos, y aun así la claridad se mantiene, cosa que es vital en un juego donde dodgear y leer patrones es la clave.
La banda sonora y efectos cumplen con creces: música que acompaña sin saturar, subiendo el volumen en tramos épicos y dejando espacio para los sfx que realmente importan —el crujido de armaduras, el gruñido de un jefe, el tintineo de un drop legendario—. Todo contribuye a la sensación de mazmorreo visceral que Halls of Torment busca imponer.
Conclusión: Halls of Torment en PlayStation 5 es una mezcla deliciosa de intensidad, estrategia y gratificación. No pretende reinventar el género, pero toma las piezas correctas —combate con peso, enemigos memorables, progresión meta y variedad de builds— y las ensambla con gusto para crear una experiencia que pica, engancha y recompensa la experimentación. Ideal para quienes disfrutan de runs tensas, optimizar combinaciones y repetir hasta dominar, y muy recomendable para jugar en sesiones cortas pero repetibles o en tandas largas cuando buscas masacrar oleadas con estilo. Si te mola cavar en sistemas, probar sinergias y sentir que cada partida te enseña algo nuevo, Halls of Torment en PS5 es una compra que justifica el tiempo.